El occiso

Ilustración: Takato Yamamoto.

¡Estoy hasta el cansancio! se dijo Melita—, de expresarle mi amor a través de conversaciones melómanas, cinéfilas y literarias. —Le prosiguió un suspiro lleno de incertidumbre.
Conservó la calma, o bien podría decirse, la ficción a la que le gustaba nombrar con esa palabra. —No te quiero —recordaba las palabras escritas en la conversación del chat.
El desamor la tenía llena de salpullidos. La situación se había vuelto insoportable al punto en que su piel era su delator: los calmantes para el dolor le habían producido ictericia.
No soportaría verlo a la cara una vez más. No soportaría que cuando él le dijera: “Mira ésta película”, “lee éste libro”, “vayamos juntos a la librería”, “escucha ésta canción”; las únicas palabras que vería salir de sus labios, serían “no te quiero”.
El desamor no solo le pesaba toneladas, sino que la enfermedad se propagaba por todo su cuerpo. La piel amarilla empezaba a descascararse y por donde caminaba dejaba rastros de cuero humano. El olor de la agonía la delataba en las esquinas.
En breves instantes Melita tomó la única resolución posible, la única salida que cualquier mujer con algo de cordura tomaría; estaba claro, lo asesinaría. Eligió su número favorito para hacer una cuenta regresiva de los minutos que le llevaría conseguirlo, empezó a contar: “treinta y seis, treinta y cinco, treinta y cuatro…treee...” —gritaba cada número en tanto perpetuaba el delito—. Cuando llegó al número tres tuvo un leve atasco en su tórax, temblaba y por supuesto, lloraba. Solo en ese instante concibió la idea con una claridad imperturbable: lo fulminaría hasta la última entraña como apuntaría un matón de barrio. Cuando pronunció el número cero, asumió las consecuencias de darle fin al motivo de su enfermedad.
Al realizar todo el trabajo tendiente a dar por culminado el crimen, Melita no podía decir nada. No conseguía recordar, hilar ideas, concebir imaginarios, no lograba dirigirse a nadie, ni siquiera a sí misma: el delito se había consumado a su máximo esplendor.
Melita del Carmen efectivamente había cometido un homicidio, porque cuando ella mató al sentimiento que tenía por él, no sospechó la única consecuencia relevante, y es que ellos seguirían existiendo como muertos vivos, pero él ya no estaría en su vida, ni ella en la de él. Compartirían sus libros, sus películas, su música y su todo, con otras gentes.

Las letras e ideas que formaban la continuidad de las palabras de sus conversaciones, no volverían jamás a la vida, no habría resurrección, ése sería el occiso con el que tendrían que cargar a cuestas cada vez que la memoria apelara a los recuerdos.

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